martes, 11 de septiembre de 2007

Vaya con Dios

(Aria textual sobre un escape furtivo y una maldición soterrada)

“¿Qué te pasa paloma?”*, increpó Felipe Recuenco -el genio de la insolencia- a su compañero Manuel Álvarez a raíz de una broma. El cuarto repleto de Caretas (y sus curvilíneas chicas de última página), dos botellas de Kola Real y una botella de ron de dudosa procedencia presenciaron la escena.

Una carcajada acompañó la genialidad verbal de Felipe y unos aplausos inmediatos premiaron su ocurrencia. Definitivamente los tres mil metros de altura de Huamantanga, un poblado localizado en la provincia de Canta, había terminado por anarquizar el orden neuronal del agudo literato en cierne.

Horas antes, recorriendo la temible trocha que bordeaba aquellos cerros de abismos de piedra y verde maleza, ya se sentía la dureza gramatical de aquel hombre de casi dos metros de estatura; constituyéndose como sus primeras víctimas un chofer contrariado y su camioneta.

Una intempestiva parada, solicitada de forma casi obscena por Felipe en el kilómetro 80 de la carretera a Canta, fue la causa del primer roce entre éste y sus acompañantes. Pues no contento con señalarle sus genitales al chofer para ilustrarle la apremiante necesidad que padecía, optó por lubricar los neumáticos del vehículo –sin previo consentimiento- con sus desechos líquidos.

Juan Hidalgo, el chico del corazón espinado; Sergio Sánchez, el anfitrión de las frases concisas; Manuel, el tímido muchacho de la espalda fotogénica (porque nunca se dejaba retratar de frente) y Cristian Pretel, el coprolálico condiscípulo de la grabadora en mano, acompañaron a Felipe en esta aventura de fin de semana.

Un sábado anterior, una desacostumbrada reunión–en medio de un ceviche, unas cervezas Cusqueña y una Inca Kola - propició aquel viaje. En aquélla ocasión Sergio aprobó sin objeciones la visita a la tierra de sus ancestros tan rápido como se apuntaron al mismo Felipe y Cristian.

Una semana después, ojerosos y mal alimentados, partían a tempranas horas hacia Huamantanga (debido a la alcohólica víspera que disfrutaron en la oficina del padre de Sergio). Un pequeño colchón colocado de asiento en la tolva descubierta de una camioneta y varias maletas sin orden alguno, los acompañaron en el trayecto.

Amanecía aquel frío sábado de octubre, y con el cielo plomizo de Lima sobre sus cabezas, éstos abandonaban la capital. Cien kilómetros de carretera asfaltada y un paisaje por momentos paradisíaco les permitía reír al ritmo de sus curvas y encantos; mas, en un sorpresivo desvío recién comprendieron la naturaleza hostil de aquella aventura y la dureza del camino que los esperaba.

Entonces surgieron las rocas y los baches, el típico aire capitalino se enrareció y densas nubes de polvo arrancadas al camino por el destartalado vehículo asomaron hostiles. En medio de esta agreste naturaleza se fueron silenciando las bromas del grupo, las sonrisas iniciales deformaron en muecas de impaciencia y el sueño perdido la noche anterior volvió inevitable a sus cuerpos. Por ello algunos optaron por dormir mientras los demás observaban en silencio aquellos milenarios cerros cubiertos de vegetación y las solitarias aves carroñeras que los acechaban desde el celeste cielo.

Unas horas después, Felipe se encargaría de anunciarles –mismo Rodrigo de Triana- del arribo al poblado. “¡Tierra!”, anunció apenas ingresaron a la vieja plaza de Huamantanga. Una vez detenido el coche, y recuperados del polvo y el cansancio, apuraron la limpieza de sus ropas y reconocieron la posada. Una acogedora casona propiedad de la abuela del anfitrión.

La casa era amplia: dos pisos conformados por cuatro cuartos de visita, una bodega, una sala y un comedor tenían el aspecto de cualquier hogar de la Gran Capital pero su peculiaridad residía en que contenía un balcón interior con una hermosa vista de los campos de cultivo del pueblo.

Sergio acomodó a sus amigos en un acogedor cuarto de dos ventanas y dos camas. Ésta lucía empolvada debido al abandono del tiempo y este hecho les resolvió el misterio de la sospechosa presencia de una aspiradora en la camioneta cuando partieron de Lima.

“Chicos, es hora de limpiar la casa. Cada uno limpiará un cuarto, alimentará una vaca y recogerá los cerdos perdidos en el pueblo si desea descansar en este lugar”, les dijo el anfitrión –entre otras cosas- mientras éstos le escuchaban perplejos.

Resignados, reacondicionaron la casa y alimentaron a los animales de la granja familiar. Manuel, más astuto, había desaparecido mientras se cumplían estas órdenes pero volvió al rato cargando un caja de cartón. “Aquí tenemos lo suficiente para relajar nuestra vista”, les señaló con cierta picardía en la mirada.

Entonces Juan apresuró sus pasos y metió la mano en la caja. “ Son revistas Caretas de hace diez años”, anunció sonriente. Felipe y Cristian se acercaron y también revisaron el paquete; el relajo entonces se instaló en el grupo. Cuando los relojes marcaron las doce del día, y terminada la labor de limpieza, todos salieron para reconocer el terreno.

Eran cinco jóvenes los que llegaron minutos después a la plaza central del pueblo: una pampa carente de bancas y flores, solo adornada por un árbol añejo y un descuidado monumento a un héroe local, personaje que resultó ser un pariente lejano de Sergio (un sargento huamantanguino que luchó contra las tropas chilenas durante la ocupación de Lima).

El resto era tierra estéril, polvo que se levantaba a cada despreocupada pisada de sus visitantes. Mas en uno de sus costados se levantaba una hermosa iglesia. Inmensa mole de adobe y piedra de 400 años de antigüedad que en su interior albergaba una espectacular bóveda ilustrativa del mito, la tradición y el grado de religiosidad del pueblo.

Abandonando la plaza, se llegaba al campo de fútbol del lugar. Un inmenso terreno vestido con racimos de césped seco y unas tribunas naturales acondicionadas en el desnivel del mismo completaban su fisonomía. Era el reputado Monumental Los Supercampeones de Huamantanga.

Metros adelante, un charco de agua pantanosa le indujeron a Sergio la primera confesión del viaje: “Cuando era niño, aquí asesinaba renacuajos y ranas. Recogía piedras para reventar esos animales junto a mis amigos de escuela”, manifestaba el mismo con henchido orgullo.

“Osea que fuiste un asesino”, retrucó Manuel en seguida, visiblemente afectado por la confesión. “Fuiste un chibolo sin sentimientos”, sentenció finalmente en tanto Juan, Felipe y Cristian desaprobaban tal conducta asesina con un movimiento de cabeza.

Pasado el mal rato, decidieron regresar a la posada. Estaban hambrientos y cansados por la caminata y entraron a la casa con la esperanza de hallar en ella algún alimento para sus maltratados cuerpos. La abuela de Sergio les sirvió entonces unos vasos con chicha mientras llegaban los platos principales.

Una vez servidos los platillos centrales, Felipe -sumamente intrigado- preguntó: “¿No hay caviar? ¿Y el tocino?”. Interrogantes que ocasionaron la risa general en los presentes. “Cállate y come. Insolente”, espetó Sergio acompañando sus palabras con una mirada avasalladora.

“¡Qué rica la canchita! ¿Es de Huamantanga?”, preguntó Cristian no mucho después. “Todo es de esta tierra”, contestó el anfitrión. “¿Entonces también es de aquí el café Kirma que nos sirven –agregó el coprolálico- osea que si me gano una de las computadoras del sorteo que se anuncia en el envase debo recogerlo en este lugar?”

“No, so bestia –le respondió Sergio en tanto clavaba ferozmente su tenedor en un trozo de carne- eso lo recoges en la casa de Felipe, el castillo de Los Monster”. A lo cual Manuel empañó sus gafas con hálitos de risa mientras Felipe digería dificultosamente y con gesto de ofendido su almuerzo y la afrenta declamada. Ajeno a la situación, un desencajado, sigiloso y presuroso Juan abandonaba la sala en busca del blanco trono del baño. La altura serrana empezaba así a pasarles la factura del viaje a los muchachos.

Entrada la noche, y después de largas horas de tedio y de lectura furtiva, avanzaron hacia la plaza principal del pueblo para disfrutar del licor llevado desde Lima. Allí continuaron las inocentes y antojadizas bromas de Cristian, los eructos irrefrenables de Manuel, el flemático comportamiento del anfitrión, los lujuriosos análisis de Juan (sobre temas femeninos) y las elucubraciones fantásticas de Felipe (como su anuncio del inminente arribo de ovnis, en una noche de luna llena, a Huamantanga).

Cerca de la medianoche y ya cansados del diálogo, el licor y la baja temperatura del lugar (tanto que el reloj-termómetro de Cristian había colapsado ante tal gelidez), decidieron volver al hogar prestado en medio de alcohólicos cánticos, solo interrumpidos por lejanos ladridos. Una vez instalados en la posada, surgió un problema imprevisto: Felipe no alcanzaba en la cama que le tocó por sorteo.

Algo adormecidos, intentaron embalsamar a su compañero con algunas colchas para protegerlo del frío pero éste se opuso. Entonces solo les quedó juntar dos camas para permitirle un decoroso descanso; solución que un apesadumbrado Manuel tuvo que acatar a regañadientes porque lo confinaba de este modo a cobijarse en el acogedor suelo.

Resuelto el obstáculo y ya colocados en los colchones, Felipe se entercó en mantenerlos despiertos con sus historias fantásticas de amores platónicos. Ayudados por estos soporíferos relatos fueron cayendo de uno en uno en las garras de Orfeo y entonces al descorazonado narrador de cuentos solo le quedó descansar.

Al amanecer, bajaron al comedor prestos a desayunar cuando un señor obeso, de crecida barba y sombrero negro, les saludó respetuosamente mientras cogía un asiento vacío de la mesa. Era el sacerdote del pueblo recién llegado de la capital para la misa central del día y que por azar del destino se hospedó en la misma posada que ellos.

“Buenos días muchachos, los invito a la misa”, les dijo en acento castizo. “Acérquense a la iglesia después de su desayuno pues el hombre también requiere de Dios para alimentar su espíritu”, concluyó el mismo. Ellos aceptaron la invitación cortésmente pero una ligereza de Felipe, acompañada de insolencia, irreverencia y espontaneidad inocente, cambió la suerte del grupo, sino hasta entonces prometedor.

“No se preocupe Padre –dijo al instante Felipe- iremos en unos momentos al hogar de nuestro Señor. Mientras, usted vaya con Dios”, finalizó al tiempo que con las manos incitaba al religioso a retirarse.

Aquellos instantes eternos -trágicos y desafortunados- resultaron embarazosos para todos los presentes. Hasta se temió una excomulgación masiva in situ pero la sangre no llegó al río. Mas, en los dos días restantes de estadía, una serie de hechos confirmaron la magnitud de la tragedia producida por el exabrupto de larguirucho compañero.

Aquella mañana salieron en busca de unas ruinas incaicas perdidas en los alrededores de Huamantanga pero tales restos arquitectónicos terminaron por encontrarlos a ellos; totalmente perdidos para entonces en las alturas de la zona. Horas después intentaron ubicar el camino de regreso, sin embargo un estrecho sendero los condujo por una ruta hasta el momento desconocida por humano alguno.

Aquel camino inexplorado, rodeado de inmensas rocas (que parecían a punto de caer sobre ellos), abismos de piedra, cactus venenosos y el viento aullador de la quebrada, los envolvió en su maraña y sumada a esta desventura el alejamiento insensato y cruel del compañero-guía Sergio, quedaron atrapados entre la maleza, la desesperación y el vuelo rasante de temibles cóndores.

Gritaron hacia todo lugar; Manuel lloraba desconsolado mientras Juan lo sujetaba (al final tuvieron que abofetearlo pues el pánico lo había dominado por completo), Cristian pedía que le tomaran una última foto rogando al cielo que no lo desampare y el culpable de tal destino, Felipe, luchaba -mismo Rambo en Vietnam - contra cinco cactus clavados en sus pantorrillas.

Resignados, bebieron el agua de un riachuelo próximo. Aguas que, a pesar de su frialdad, reanimaron al grupo y que además encendieron algunas luces en la mente de Felipe. “¿Y por qué no intentamos bajar? –dijo éste con una sonrisa en los labios- no creen que si avanzamos hacia abajo estaríamos regresando de una vez a Lima?”, concluía feliz el talentoso compañero.

A esas alturas, la sinrazón dominaba las acciones del grupo; por tal motivo la idea les pareció genial a todos y reconfortados por la sapiencia momentánea de Felipe empezaron la caminata de regreso a Lima. Sin embargo debieron batallar duro contra la naturaleza pues a pesar de seguir la senda del río, el trayecto fue complicado. Todos avanzando a ritmo lento aunque el último de ellos, Felipe, lucía rezagado debido al espinoso cactus que arrastraba –incrustado en la pierna- desde el último descanso grupal y que no pudo extirpar hasta su arribo posterior a Lima.

Así, luego de cuatro agotadoras horas de recorrido, llegaron a una represa abandonada; construcción imponente y sin rastros de vida en donde descansaron por breves momentos cuando sorpresivamente reapareció Sergio unos metros adelante llamándolos con los brazos en alto.

“Vengan chicos, acabo de encontrar algo interesante”, gritaba conmocionado y al borde de las lágrimas. Intrigados, y olvidando el reciente desplante de éste, abandonaron el descanso y fueron a su encuentro. Al llegar al lugar observaron una entrada, un acceso de lo que parecía ser una mina abandonada.

“Entren y mírenlo”, concluyó Sergio en el momento que la tristeza y el pesar lo vencían y unas lágrimas de hombre rodaban por sus mejillas. Juan, Manuel y Felipe se asomaron entonces por la boca del agujero y soltaron un quejido lastimero, gemido que se fue intensificando hasta convertirse en llanto incontrolable.

Cristian, detrás de todos e intrigado, se acercó a inspeccionar mas no hubo dado dos pasos y ya era presa de la congoja. En el interior de la gruta yacía abandonado un esqueleto humano junto a retazos de una camiseta Billabong y unos botines Caterpillar; osamenta que además sostenía entre sus falanges una revista La Teta del Sapo.

Se trataba -sin duda- de los restos de Andrés Ruiz, un desaparecido compañero de universidad, quien solo pudo ser reconocido por el folleto mencionado (publicación en la cual era director, editor, redactor y canillita). Periodista novel del que además ya se preparaba un especial en la famosa serie de televisión Misterios sin resolver.

Pasada la angustia inicial y ya resignados a tan insospechado como trágico destino, recogieron los restos óseos y los papeles amarillentos y regresaron entristecidos al pueblo. A su arribo al mismo, el cura conversaba tranquilamente con el padre de Sergio en el frontis de la posada mas al divisarlos huyó despavorido hacia la iglesia (lugar del que no salió hasta que todos partieron rumbo a la capital), mientras que ellos ingresaron raudos al alojamiento para no salir en el resto del día.

Al día siguiente, y ante la petición desconsolada de Juan, decidieron acabar con la mala fortuna y regresar inmediatamente a Lima. Apenas instantes después, feroces redobles de campana –acompañados de un griterío general- conmovieron Huamantanga. No comprendieron aun la magnitud de esta celebración hasta que al paso de la camioneta por los linderos del pueblo, cinco potentes bombardas remecieron el cielo del lugar y una melodía festiva proveniente de una banda de música acompañaba la partida definitiva del grupo.

Minutos después en la carretera, el padre de Sergio confirmaría las sospechas del clan. “El cura me ha ofrecido unas sesiones gratuitas de exorcismo para tu amigo Felipe -señalaba el mismo a nuestro compañero Sergio- y con carácter de urgencia porque tiene el demonio adentro”. Enterados del hecho, el asombro general fue inmediato y muchos recordaron aterrados la melodía del filme La Profecía; mientras Felipe, por su parte y luego de analizar profundamente la situación, pronunciaba su sentencia final: “Ese cura es un palomón”.

* Paloma: variación gramatical del término palomilla (avispado, astuto, inteligente)