martes, 16 de octubre de 2007

Desvarío I

Aquella mañana de domingo pasaste por mi lado y no me viste. Ibas de fiesta, rumbo al parque y acompañada de tu madre. Ella supo en ese instante que me gustaste y por eso me lanzó la más fría de sus miradas.

Tenías el cabello al viento, hecho de ébano y finos hilos de luz. Y una mirada infantil, liberada de miedos, odios y temores. Eras el sol en miniatura, como un golpe de frío repentino, como el rayo del atardecer que abrasa lo que encuentra a su paso.

Esa mañana pasaste junto a mí pero no te detuviste. Sin embargo, la estela de tus pasos marcó mi camino. En realidad nunca te fuiste. A cada segundo una parte de ti alimentó ese mundo que construiste en mis recuerdos.

Hubiera querido acercarme y declararte mi amor. Pero soy cobarde para lanzarme en esas batallas. Mis únicas armas siempre fueron un lápiz y un papel, y mis proyectiles hojas repletas y sangrantes de tinta informe. Y aunque sucumbiera a este suicidio placentero, no podría estar contigo. Porque tu madre no quiere, porque no naciste para ser mía.

Está además el abismo de tu indiferencia. Ese desconocimiento propio de un corazón virgen, que aun no aprende a llorar por amor. Y a pesar de todo esto, yo sí te conozco, incluso creo conocerte desde antes que nacieras. Muchos dicen que así es el amor y la verdad es que vivo enamorado de ti desde la primera vez que te vi: “Aquella mañana de domingo pasaste por mi lado y no me viste. Pero ya te amaba.”

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