jueves, 1 de noviembre de 2007

El estertor de la agonía

Aquella tarde de abril estuviste lejana. Nos había reunido imprevistamente una reunión social, tan distante y ajena a mí como las sonrisas mundanas. Entre un coro informe de voces y rostros asomaste tu sombra, bella silueta que en los principios del tiempo perturbó mi razón.

Eras la misma de siempre, pequeña estrella polar envuelta en gestos distraídos e indecisos, pero acompañada por la ilusión resucitada en otra figura (que no era la mía).

Aquel ocaso intenté recuperarte en alma, en recuerdos. Eras tú pero la razón dislocada me lo negaba. Porque en realidad no eras la misma. Entre infinitos besos de tu acompañante y esa mirada sin mundo que padecías, se contrariaban mis certezas. Eras un sueño vago, confuso, que transcurría segundos eternos por mi mente. Me dije por eso: “No. No es ella”. Y la cobardía se cobraba nuevamente a esta víctima sempiterna.

Caído el sol -lejos del bullicio, las promesas y los planes acordados- te perdí la vista. Tal vez por ello respiré azorado y una tardía valentía renació en mis entrañas. “Era ella. No puede ser alguien más que ella”, concluía satisfecho.

Pero ya no estabas (como siempre). Entonces reinicié esa inútil tarea de la búsqueda; hurgando en páramos inaccesibles, en junglas copiosas, en cielos y ciudades que solo están permitidos en los sueños. Pesquisa que inconscientemente temía llegar a buen puerto.

Y ese temor se instaló, por ello, en mi voz. Y mis trémulas palabras reconstruían tu recuerdo en cada visitante de esta angustia, pero ninguno respondía al credo de esta aventura. Como un sueño metido en otro sueño, tu fantasma se evaporaba a cada paso.

Caída la noche, deambulé por tus calles, ésas que alguna vez nos regalaron el primer y el último beso. Avancé a rastras bajo esa negritud y te busqué vanamente en cada estrella distante, como un apostante desahuciado a la espera de la recompensa póstuma. Y me arrepentí –otra vez- de no haberte confrontado. Pasadas las horas, la madrugada agonizante apuró mi retirada.

La semana siguiente, sin embargo, reapareciste entre la multitud. Me disponía a celebrar una anécdota banal -inmerso en una fiesta de amigos- cuando tus pasos envolvieron mis sentidos. Empero, liberado de miedos, esta vez acerqué mi inquietud a tu presencia. Y observé que eras la misma del ayer: rostro de belleza hechicera envuelto en cuerpo cadencioso; carcelera de las razones e imán de los sentimientos.

Te ausculté a lo lejos, como gacela inquieta ante el cazador, mientras un corrillo crecía a tu alrededor. Así, aprovechando las barreras, avancé unos metros hacia ti. Busqué, impaciente, tu mirada e intenté creer que ello me salvaría de este holocausto latente pero seguías perdida en tus pensamientos.

Mas, en un instante de razón, el barullo formado en torno a ti me dio la sentencia final, la estocada mortal a la esperanza. “Está embarazada”, susurraban unos y otros mientras una leve prominencia resaltaba en tu vientre. Y fue en esos momentos que levantaste la mirada, recuperaste la conciencia y me dijiste mirándome a los ojos: “No me gusta que me miren”.

Aquellas palabras –hechas balas para mi corazón herido- apuraron mi huida y fue así que abandoné la casa de inmediato, aplastado por la vergüenza y la desilusión. En tanto, a lo lejos, sonoras risas acompañaron mi partida mientras un despertador me arrancaba de la pesadilla. Sin embargo, una seca lágrima en la mejilla me recordó que la realidad era solo parte del mismo sueño fenecido.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Vidioteca ilustrada



A saucerful of secrets (Un plato lleno de secretos) de Pink Floyd. Tema incluido en el disco "Yasijah" de Leusemia bajo el título: Eclipse en la corte de los cuentos desolados.

miércoles, 17 de octubre de 2007

El Desafinado de Chacoya

El frío de la noche en Huancavelica entumecía las manos de Paúl Conislla. El pueblo de Chacoya lucía su soledad serrana repleta de turistas ocasionales. La fiesta del lugar estaba dedicada al Señor de la Santísima Trinidad, santo patrón del poblado, y como cada año -por tres noches seguidas- las botellas de licor pasarían de mano en mano y artistas traídos de remotos lugares deleitarían al público asistente.

En estas condiciones llegaba un cantautor de Lima, presuroso y preocupado. Paúl se había preparado durante largos días en su vivienda de Los Olivos, rasgando su guitarra sin cuerdas, imaginando su debut triunfal.

Durante el viaje hacia Chacoya, en las ocho horas de travesía, iba cantando, feliz y ansioso. Los huaynos exhibían su belleza en cada interpretación suya. La tristeza de sus melodías se complementaba certeramente con aquel paisaje andino mientras que cada cerro surcado ofrecía a los ojos del visitante un nuevo mundo.

Las piedras del camino golpeaban con insistencia el metálico transporte pero nuestro cantante chacoyino -pues había nacido en ese pueblo- mantenía su canto entristecido y sentimental como burlándose de las dificultades del camino.

Cuando por fin pequeños faroles anunciaron la llegada al poblado, el artista en ciernes interrumpió su canto. Los tres mil metros de altura y el frío inclemente incitaban al retorno hacia Lima; las calles oscuras, accidentadas y solitarias decían lo mismo. Paúl descargaba tranquilo sus maletas, sumido en sus pensamientos. Sus acompañantes reían temblorosamente, todos bajo gruesas vestimentas, tiritando ante la noche serrana.

Nuestro artista decidió entonces encerrarse en un cuarto, solo, para recuperarse del viaje. Los guitarristas, dos jóvenes sanmarquinos invitados al lugar, empezaron entonces a afinar sus instrumentos en el cuarto de al lado, junto a la hermana del cantante. Porque María, así se llamaba la hermana, también profesaba el canto; ambos soñaban con ser artistas, con lograr la fama en un medio tan difícil; mundo mezquino e ingrato que no permite dos soles en un mismo cielo.

En tanto, Paúl meditaba en su soledad. En ciertos momentos se podía oír sus ruegos hacia el Creador; en otras, su voz quebrada -por los nervios o tal vez por el frío- dejaba sus notas flotando en el ambiente. Pasaron veinte minutos más y decidió abandonar su claustro. Salió al instante con un rostro adusto, la alegría inicial dio paso entonces a la seriedad, las bromas de la carretera eran ahora cosa del pasado.

En suma era otra persona. Pidió un vaso de alcohol etílico para contrarrestar la gelidez del pueblo y lo bebió con solemnidad a los pocos segundos. Después se acercó a los músicos y pidió ensayar por última vez los temas que marcarían su debut como cantante profesional.

Una tras otro, los huaynos ayacuchanos estremecían sus cuerdas vocales. En cada nuevo intento se esforzaba por mejorar su performance. Corregía con rectitud cada error de los músicos, buscaba la perfección en su canto. Así pasó media hora de ensayo cuando de la plaza principal del pueblo llegó una voz repentina: “Dentro de poco, directamente desde Lima, estará aquí en esta fiesta chacoyina... Paúl Conislla, un artista que ha recorrido su arte por todos los rincones del Perú”

Esa era la señal para que nuestro cantante se acerque de una vez al escenario. Era la hora de las definiciones. Los relojes marcaban poco menos de las diez de la noche cuando, enfundado en su chompa guinda empolvada por el camino, Paúl Conislla salió de la improvisada sala de ensayo rumbo al ambiente destinado a su presentación.

Lucía tranquilo mientras avanzaba por las pedregosas callejuelas del pueblo. Las manos en el bolsillo y la mirada al suelo denotaban sin embargo una leve preocupación. De esta manera ingresó a la plaza y un rumor generalizado recorrió todo el lugar a su paso: “Es el artista llegado de Lima”, comentaba un señor ya estupidizado por el alcohol; “Debe ser muy bueno para que lo anuncien así”, decía otro habitante no menos afiebrado por el ambiente festivo de la noche.

“Aquí está Paúl Conislla, directo desde Lima, con sus músicos. Démosle un caluroso aplauso”, decía nuevamente el anunciador del certamen. “Se ruega al público mantenerse alejado del estrado ya que nuestro artista invitado necesita espacio para deleitarnos con su canto”, agregó la voz en un intento por alejar a los curiosos que querían oír de cerca al cantante recién llegado.

Los parlantes detenían sus vibraciones sonoras en espera del debut musical de Conislla. La ansiedad en el ambiente aumentaba y los rumores se aquietaban de a pocos cuando por fin Paúl cogió el micrófono y empezó su faena.

“Buenas noches damas y caballeros, aquí estoy porque no puedo estar en estos momentos allá. Y como ya estoy aquí, he venido a cantarles algunos temas que me gustan mucho a mí porque me recuerdan Chacoya. Y para que ustedes también gusten de mi música y en honor al Cristo de la Santísima Trinidad, les cantaré algunos temas escogidos especialmente para esta fecha”, anunció a modo de presentación.

“El primer tema se titula ‘Desolación’, un huayno del pueblo de Ayacucho que tiene mucho de autobiográfico. Es una bonita canción ya que me gusta. Por eso pido que me acompañen con esas palmas. Y con ustedes ‘Desolación’, la canción que me gusta mucho y que quiero ustedes también algún día la aprendan y así ya no cantaría solo sino ustedes también se ofrecerían de artistas aquí”, dijo finalmente antes de empezar su canto.

Habló a continuación con sus guitarristas y empezó su interpretación. Lo que a continuación pasó es difícil de interpretar: o el equipo tenía fallas técnicas o el artista se olvidó de cantar. Lo cierto es que una voz gutural salía por los parlantes, sonido muy parecido a los quejidos estomacales de un ser trasnochado.
Algunos se miraban extrañados, otros reiniciaban su conversación. Subidos en el estrado, unos niños empujaban indiferentes a los guitarristas e incluso un borracho impaciente subió al escenario preguntando por el inicio del espectáculo: parecía que todo estaba al revés.

Mientras, Paúl seguía entonando su tema. Sudaba en plena noche fría. Empujaba disimuladamente a un niño que intentaba quitarle el micrófono, hasta que por fin terminó el tema en medio de tibios aplausos del respetable.

“Disculpen las fallas técnicas”, dijo inmediatamente. “Otro, otro, otro”, dijo una voz anónima venida desde una de las esquinas de la plaza. “Bravo, bravo”, se animó a decir María, la hermana del cantante, algo ruborizada.

Pero la mala fe del anunciador terminó con la confusión general. “Muchas gracias Paúl Conislla, aplausos para nuestro invitado. Y ahora con ustedes llega otro habitante de estas hermosas tierras...”, anunció sorpresivamente ante la incredulidad de todos.

Mas, nadie reclamó ante la abrupta “despedida” de Conislla. Ni la noche estrellada, ni el frío; solo el aullido lejano de un perro, triste y tenebroso, parecía lamentar la partida de nuestro cantante.

No había nada que hacer, la noche triunfal de Paúl Conislla había terminado apenas iniciado. Al rato, mientras éste despejaba sus dudas y penas con una botella de ron puro, un sujeto se le acercó y le anunció la noticia que acabaría por derrumbarlo: “Paúl, acabas de ser bautizado en el pueblo como el Desafinado de Chacoya”.

Ese sería el colofón de su corta carrera artística. A partir de ese día se dedicó a la agricultura junto a su madre. El Desafinado de Chacoya pasó así a convertirse en El Agricultor -desafinado- de Chacoya.

martes, 16 de octubre de 2007

Vidioteca



En la travesía de tu ausencia (Daniel F.)
Video harto experimental sobre un relato efístico (según los fans enamorados).

Un concierto espectacular

El caos dominaba el ambiente en aquellos desafortunados momentos y el “pogo” –aquella típica danza ritual rockera- estaba en su máxima expresión. Había pasado apenas dos minutos desde que “Manuel A. y la Falange Obscena” (aquella banda experimental de fusión punk-rock-merengue-bachata-hardcore) subía al escenario y ya la incomprensión era general.

La Facultad de Derecho organizaba esa noche un megaconcierto titulado “Serenata a San Marcos” y los integrantes de “Manuel A...”, Manuel Álvarez, Alex Antón y César Huaraz habían ofrecido su participación musical a los organizadores del evento.

La Universidad Nacional Mayor de San Marcos celebraba sus 450 años de fundación y por tal motivo nuestro celebrado y virginal grupo aprovechaba la ocasión para mostrarse en público. La serenata sanmarquina prometía: se anunciaba la presencia de bandas rockeras como Leusemia, Mar de Copas, Los Borgia e incluso el debut musical de Tongo y su grupo Imaginación en predios universitarios.

Días anteriores, elaboramos todo un cronograma de actividades para apoyar a nuestra banda. Labores que comenzaron con la preparación de los afiches y pancartas publicitarias; además de la confección de una enorme banderola con parte de la escenografía del fenecido noticiero de la promoción: “San Marcos Noticias”. Telar que guardaba celosamente nuestra colega Sophía Durand en los estudios televisivos de su casa-granja de Huachipa (y que solo la obtuvimos apelando al chantaje emocional (la foto escolar de un excluido y marginal Manuel Álvarez durante sus recreos primarios).

El día del concierto ayudamos a los chicos de “Manuel A...” a levantar el imponente escenario frente a la fachada de Derecho. Requisito indispensable esgrimido por los organizadores para permitir el debut de nuestros artistas.

Era increíble pero cierto; por primera vez en su historia la totalidad de la base 97 colaboraba en dicha tarea: César Aldama cargaba los pesados andamios y el equipo de sonido, Juan Hidalgo se encargaba de las Relaciones Públicas con las chicas del Centro Federado de Derecho, Paúl Conislla instalaba las luces de neón en las alturas del escenario mientras que Vivian Suguimoto, Cristian Pretel y Yorki Jaimes repartían volantes en las estratégicos ingresos de la Facultad de Odontología, Medicina Tropical e Ingeniería de Minas ( por recomendación del sesudo Antonio Jáuregui).

Así también se prepararon variados y coloridos carteles para el evento; incluso convencimos al “Señor de las Bolsas” –un conocido indigente que recorría el campus universitario envuelto en bolsas de plástico- para que anuncie en su pecho el debut del trío musical de la 97 y al popular “Carelo” -mejor conocido como “Maraca de brujo” y amigo de la escuela de Arte- quien con su surrealista belleza facial serviría para labores disuasivas ante la inminente avalancha de fans enamoradas de nuestros rockeros.

Entrada la noche, alrededor de las siete, el lleno de la explanada de Derecho era inminente. Aprovechando esta coyuntura, los chicos de “Manuel A...” subieron al estrado para afinar sus instrumentos y de paso empaparse de multitud. Pensaban así disipar los nervios propios de un debut y el impaciente murmullo del respetable ante la demora de los organizadores por iniciar el show y todo entre los saltos desenfrenados e histéricos del “chino” Aldama y los gritos estentóreos del desenfrenado Aldo Aquino.

En el escenario, Manuel vestía un polo negro desteñido y unos jeans azules agujereados en las rodillas –típico de los anarquistas limeños- mientras afinaba su guitarra; César un sesentero pantalón acampanado y una camisa floreada al estilo BeeGees detrás de la batería y Alex –el vocalista del grupo- recorría el escenario probando todos los micrófonos enfundado en un bividí beige y unas bermudas playeras.

Pasados unos minutos, el presentador oficial del espectáculo salió a escena. Entonces los “Manuel A...” bajaron del escenario en medio de los silbidos y las protestas del público. Abajo en la explanada, la base 97 de Comunicación en pleno agitaba sus pancartas en señal de protesta mas al instante, éstos fueron anunciados por el locutor y un griterío ensordecedor los recibió apenas aparecieron en el tablado.

En este punto se hicieron aún más evidentes los cartelones preparados por la base: “Manuel te amo”, decía una pancarta en manos del “chino” Aldama; “Chicos lean mis correos por favor”, anunciaba un movedizo cartel –que recorría toda la explanada- en manos de Cristian y mientras una minúscula hoja A4 señalaba: “Manuel A... La reencarnación de Nirvana”; mensaje preparado y agitado con frenesí por Karín Granados.

Otros eslóganes más se asomaron por la explanada: “Rumbo al Agustirock”, se leía en el cartel de Marco Palacios en tanto uno más sentimental preguntaba “Where is Andres?” –mensaje dedicado al desaparecido integrante de la banda Andrés Ruiz-, mensaje que enterneció al vocalista del grupo ya que pudimos notar un ligero brillo en los ojos de Alex al ver dicha frase.

Por supuesto que también Sophía había llevado su cartelón; sin embargo tarde nos dimos cuenta que no era de apoyo sino de notificación ya que en éste se leía: “Manuel A... Devuelvan la banderola”; conminación que su enamorado Luis Narro se vio obligado a mostrar incluso desde la azotea de la lejana Facultad de Mecánica de Fluidos.

En tanto, Alex ya se adueñaba del micrófono principal y lo probaba nuevamente para evitar futuros percances. Miró entonces al expectante público allí reunido y pronunció algunas palabras llenas de emoción: “Agradezco la presencia de todos ustedes, en especial de mis compañeros de Comunicación Social que nos apoyaron en esta dura jornada”, indicó inicialmente con la voz semiquebrada. Luego, mirando a nuestro alrededor, pudimos observar que algunas chicas se enternecían con estas palabras y pensamos –equivocadamente como después comprobaríamos- que los “Manuel A...” ya tenían al respetable en el bolsillo.

Sin embargo, ocurrió lo que menos esperábamos. Antón volvió a coger el micro y en su habitual estilo punk pronunció lo que sería finalmente la perdición del grupo y del espectáculo en sí: “Para nosotros es un orgullo inmenso el poder tocar en esta fecha tan especial. Y por este motivo hemos decidido en vestuarios agradecer tan hermosa presencia de compañeros y asistentes con la interpretación de un viejo tema ya celebre de la juventud de los 90s; con ustedes, señores, la canción Creep de Radiohead cantada a capela por este humilde servidor”, dijo ante el estupor de la base.

Un grito general de satisfacción invadió entonces el ambiente mas, para nosotros, aquello anunciaba futuras desgracias. Pero contagiados del ánimo general, decidimos apoyarlos hasta las últimas consecuencias. “Además lean “La Teta del Sapo”-nuestro fanzine oficial- que está bonito y viene con fotos y además 15 minutos gratis en el billar ‘El Jeropa Feliz’. En serio, si quieren se las regalamos después de nuestra tocada”, finalizó.

Juan, que en esos momentos se encontraba enamorando a una “cachimba” de Ciencias Sociales detrás del estrado, luego nos contaría que este trío discutió agriamente sobre el particular pues César quería iniciar la noche con un tema de su inspiración titulado: “Ay, me duele el ser que vivo” mientras que un Manuel nervioso en extremo empezaba a comerse las cuerdas de su guitarra (pues ya había acabado con las uñas de sus manos).

Al margen de estos rumores, lo cierto fue que Alex transmitía mucha confianza en su rostro; hecho que pudimos comprobar cuando arrojó los restos de su envejecida botella plástica de agua hervida (refresco que diariamente le preparaba su madre) sobre los espectadores.

Luego todo quedó en silencio. Manuel –bastante aliviado- se sentó en una silla esperando la interpretación, César cogió una Teta del Sapo para distraerse y Alex empezó a cantar al compás de unos movimientos corporales al parecer aprendidos de Ricky Martín.

A los treinta segundos de la interpretación, Manuel sacó su encendedor y lo mostró al público. Entendimos el mensaje y varios encendimos los nuestros. Mientras, el cantante exigía al máximo sus cuerdas vocales pero al minuto siguiente ya muchos empezaron a moverse sigilosamente rumbo al estrado. Tal vez como señal de mal augurio, observamos que “El Señor de las Bolsas” huía velozmente del lugar rumbo a la salida del Campus profiriendo maldiciones irreproducibles sobre nosotros (alejamiento que posteriormente comprobamos fue definitivo tras 30 años de residencia ambulatoria en la Ciudad Universitaria).

Entonces sucedió lo inexplicable. La voz de Juan gritando: “Suéltenme, suéltenme” llegó hasta nosotros y después todo se volvió irreal. Un sujeto subió intempestivamente al escenario y arrojó al cantante sobre el público. Luego otro llegó e hizo lo mismo con César quien voló por los aires seguido de su batería. Manuel –en tanto- tuvo algo más de suerte pues se abrazó a uno de los parlantes mientras gritaba: “No me hagan daño. Ellos nunca fueron mis amigos”, pero finalmente cayó sobre la planicie junto a la caja de sonido.

Luego de estos hechos, vimos como se formaba uno de los “pogos” más espectaculares en la historia del rock. La rudeza de éste fue tanta que al grito de “¡A ellos!”, nos vimos envueltos en el mismo e incluso parecíamos los únicos receptores de sus golpes rituales.

Junto a esto, nuestros cartelones fueron destrozados en cuestión de segundos por una turba de desadaptados y en esa situación estábamos cuando observamos que Alex aprendía a volar cual pájaro silvestre por los alrededores de la Plaza de la Concordia. En otro sector de la explanada, César trataba de proteger sus últimas prendas ante una jauría de alcoholizados sanmarquinos mientras Manuel seguía encogido y aferrado a lo poco que quedaba del parlante.

Por otro sector, Juan intentaba salvar una banderola pero cinco sujetos lo redujeron en contados segundos y lo amortajaron posteriormente con ésta. Al centro de la tempestad, Pavel Canales –un discapacitado compañero de aulas- intentaba huir con su pierna artificial en manos en un vano intento por impedir su flagelación pero ya era tarde. El pogo mantenía su ferocidad y muchas de nuestras cabezas siguieron rodando por los alrededores del lugar.

Ante tan caótica situación, llegaron algunos guachimanes de la universidad para proteger los ambientes académicos mientras un incrédulo Daniel F. (líder de la banda Leusemia) urgido por los organizadores subió al escenario en un intento póstumo por apaciguar los ánimos e imploró piedad para con los chicos de “Manuel A. y La Falange Obscena”.

De esta manera culminó la presentación primaria de la banda “Manuel A...”. Debut gratamente recordado tiempo después por los asistentes al concierto aunque no precisamente por el desempeño artístico de la banda en cuestión.

Nosotros en tanto, luego de culminado el “pogo”, recogimos lo poco que quedaba de los instrumentos musicales (y de los artistas) y nos dirigimos hacia la ex- “Ramadita” –un local de diversión sanmarquino de dudosa reputación- para olvidar el mal rato vivido.

Allí decidimos celebrar el aniversario de nuestra universidad saboreando la famosa “Pócima maravillosa” que Paúl Conislla había preparado en casa (mezcla de thiner, cañazo y ron de quemar) y, embrutecidos por ésta, coreamos cada tema interpretado por “Manuel A. y La Falange Obscena”. Porque este brebaje lo hizo todo más fácil: la charla, el baile y –sobretodo- la audición del mejor grupo de rock de la universidad: Manuel A. y La Falange Obscena (al menos después de veinte rondas).

Una inquilina indeseada

María Márquez regresaba de la universidad aquel día sin presagiar la tormenta que se avecinaba sobre su vida. Llegaba cansada y despreocupada; y subía las escaleras maquinalmente sin saber que una de sus mayores fobias: el terror que sentía hacia los gatos, sería el desencadenante de una aventura que poco después recordaría aún con cierto miedo.

La casa casi siempre lucía desierta, tranquila y apacible. Pero aquel día había sido profanada por el animal de sus pesadillas: un enorme gato blanco -que veía recorrer su jardín por las mañanas- había ocupado su habitación.

Su blanca piel –al contrario de lo que pudiera pensarse- lo envolvía en un halo de misterio. Solo ella lo sabía; su carácter demoníaco lo comprobó aquella vez que intentó vanamente ahuyentarlo de su jardín a punta de pedradas.

María llegó al cuarto y abrió la puerta, entraba en la habitación distraída pero a los pocos segundos un mal presentimiento recorrió su mente. El ambiente frío la sobrecogió cuando, aun de espaldas, sintió una mirada que se clavaba en ella, y al voltear comprobó con espanto que dos ojos amarillos, cual infierno en llamas, recorrían su cuerpo al milímetro.

El animal estaba echado en su cama, dueño del espacio y de la situación, y como los últimos recuerdos que nos llegan durante la agonía, un tumulto de imágenes vinieron a la mente de María: su primer cumpleaños, su primer día de clases, el primer amor que tuvo y otros tantos momentos tristes y felices; todo en aquella fracción de segundo.

Pero en aquel mismo instante, el instinto de supervivencia le devolvió a la razón. Sin pérdida de tiempo salió del cuarto cerrando tras de sí la puerta y se atrincheró en el cuarto de su madre. Ahora la separaba de aquel enorme felino dos puertas y un largo pasillo.

Luego se sentó en la cama de la autora de sus días y trató de ordenar sus ideas; pero pasaron los minutos, angustiosos y malignamente lentos, y no hallaba la respuesta.

Pensó en Dan –el pastor alemán de su vecino- pero encontrarlo en la inmensidad de la calle le pareció imposible. Pensó entonces en encerrase en aquella habitación hasta que el gato decidiera irse pero la sola idea de tenerlo de huésped la espantaba. Finalmente halló la solución: debería expulsarla de su hogar y para ello salió al corredor y cerró todas las puertas, dejando abierta solo la entrada principal de la vivienda. Construyendo así un camino directo entre la habitación invadida y la calle para en seguida intentar espantarla de su morada.

El siguiente paso fue abrir la puerta profanada por el felino. Respiró hondo y armada de valor, avanzó descalza y lentamente por el corredor. Pasaron veinte segundos en este trayecto –interminables y aterradores- y una vez alcanzada la puerta se detuvo. Pasaron otros veinte segundos y después de mucho pensarlo cogió la chapa de la puerta y la giró espaciosamente.

El leve chirriar de la puerta le advirtió que hacía mucho ruido y ante esto desaceleró su trabajo. Ya para entonces la frente la sentía afiebrada y la sangre correr –por cada vena y arteria de su cuerpo- a mil por hora. Cuando por fin abrió la puerta, solo le quedó una cosa por hacer: empujarla hasta que quedara totalmente abierta y correr como alma que lleva el diablo hasta su trinchera – el cuarto de su madre- y rezar para que todo aconteciera como lo había planeado.

Empujó la puerta rápidamente, sin siquiera mirar al interior de la habitación y huyó hacia su escondite. Traspasado sus linderos, la cerró bruscamente y se arrodilló; la casa quedó entonces sumida en el silencio y María –aguzando los oídos- intentó oír los pasos del ladino recorriendo el pasillo y alejándose del lugar. Perturbada aun, sintió pequeños pasos por el corredor, pero -desconfiada de sus sentidos- permaneció oculta por más tiempo.

Ya pasada una media hora decidió salir para ver lo acontecido. Sentía el olor del gato impregnado en el pasillo y mientras avanzaba el olor se intensificaba. Por un momento creyó que el animal aun no se había marchado y hasta se arrepintió de haber dejado su guarida pero ya estaba en camino y siguió adelante. Una vez en la puerta, suspiró hondo y observó el interior del cuarto: la cama lucía desierta, la ventana semiabierta y los rincones vacíos. No había señales del animal en el mismo.

Ya convencida del alejamiento del enemigo, María bajó corriendo por las escaleras y cerró la entrada principal de la casa. El plan había resultado y ahora se sentía segura y aliviada. A pesar de esto, permaneció en la sala toda la tarde esperando el regreso de su madre.

Por la noche –y ya acompañada de su progenitora- decidió subir al dormitorio. Cuando ambas entraron en la habitación, el aroma del felino permanecía en el aposento. Abrieron las ventanas y encendieron el ventilador pero el olor permanecía allí, rebelde e inamovible. Recogieron los enseres desordenados por el animal y se asomaron bajo la cama cuando confusos ruidos en su interior las hizo retroceder. María cogió entonces una linterna y apuntó al fondo de ese abismo: tres cachorros de gato recién nacidos maullaban insistentes desde su improvisada cuna.

Aquella noche María durmió en la sala. Habían desalojado a los mininos de su cuarto, fumigado la habitación y removido todos los objetos del mismo pero ella no quiso volver a ocuparlo. Horas después, se soñó perseguida por una enorme gata blanca y despertó sobresaltada. Entonces se preguntó inútilmente sobre el por qué de este temor irracional hacia los gatos cuando en el fondo sabía que en otra situación similar, el miedo sería la inmediata respuesta.

Desvarío II

Solíamos caminar cuesta arriba en lo avanzado de la noche. Ella y su ceñido vestido azul y yo, embriagado de licor y esperanzas. (Solo llevábamos dos días de conocidos).

La primera noche avanzamos por calles enteras y empobrecidas de luz. Lo nuestro era entonces un diálogo sin voces; unos pasos dispares y lentos -por momentos cansinos- conformaban este coloquio callado y delataban nuestra ansiedad primaria. Desde ese instante nuestras mentes empezaron la lucha contra esa enfermedad del amor y perdían nuevamente la batalla.

Al siguiente día la luna llena en el firmamento nos llenó de valor y de pretextos para acometer la cruzada de la conversación. Ambos teníamos tanto de qué hablar y una sola propuesta urgente flotaba por nuestras mentes: la soledad bien podría acompañarse de la nostalgia. Pues yo llevaba miles de recuerdos tristes en el maletín de la memoria y ella cargaba historias llenas de dulzura, de una sombría y solitaria realidad.

Fue así que mientras el mundo dormía su rutina, nosotros despertábamos un sueño adormilado por pasadas frustraciones en aquel frío caminar. Un coro de ladridos interrumpía por momentos nuestra procesión silente mas el ulular del viento nos devolvía la calidez de aquel pacto silencioso.

Nuestro diálogo se envolvía entonces de gestos. A veces una improvisada y mutua mirada nos perturbaba la calma y otras, unos pasos agitados nos confesaban aquel secreto guardado del amor que resistimos aceptar por miedo o cobardía.

Para la tercera noche, una extraña sensación recorría nuestros cuerpos. Las calles y sus casas perdían interés a nuestros pasos y un vaivén de luz y sombra –producida por intermitentes árboles- encendía la disyuntiva. Dilema confuso y hecho de palabras dulces, de sílabas silbantes y de frases cargadas de mensajes cifrados.

En este punto la niebla empezó a estrechar nuestro sendero y nos acercó peligrosamente. Por eso aquella primera vez que nuestras manos jugaron coquetas, nuestros corazones latían descontrolados. Y todo ello se volvió un vicio incorregible por el resto de la noche.

Y mientras el reloj pugnaba por separarnos, ambos retábamos al tiempo y a la cordura. Tres horas más tarde y sumidos en ese pasatiempo lúdico del enamoramiento, el temor se hizo presa fácil de la confianza. Y nuestras frases se volvieron susurros tiernos de aficiones y sueños compartidos.

Y fue así que en medio de una calle oscura, en medio de un deseo aplazado, nos robamos el primer beso de la historia. Beso que nos supo a comunión perfecta, a certeza despejada, a pequeño triunfo arrebatado a la felicidad.

Ese beso nos marcó el destino. Tu amor se volvió mío y mis mañanas pasaron a ser tuyas. Y aunque sabíamos en el fondo que nada duraría para siempre, mientras, disfrutaríamos cada instante eterno de esta ficción de amor y esperanza, creyendo que las historias sí pueden empezar de cero.
27-10-06

Desvarío I

Aquella mañana de domingo pasaste por mi lado y no me viste. Ibas de fiesta, rumbo al parque y acompañada de tu madre. Ella supo en ese instante que me gustaste y por eso me lanzó la más fría de sus miradas.

Tenías el cabello al viento, hecho de ébano y finos hilos de luz. Y una mirada infantil, liberada de miedos, odios y temores. Eras el sol en miniatura, como un golpe de frío repentino, como el rayo del atardecer que abrasa lo que encuentra a su paso.

Esa mañana pasaste junto a mí pero no te detuviste. Sin embargo, la estela de tus pasos marcó mi camino. En realidad nunca te fuiste. A cada segundo una parte de ti alimentó ese mundo que construiste en mis recuerdos.

Hubiera querido acercarme y declararte mi amor. Pero soy cobarde para lanzarme en esas batallas. Mis únicas armas siempre fueron un lápiz y un papel, y mis proyectiles hojas repletas y sangrantes de tinta informe. Y aunque sucumbiera a este suicidio placentero, no podría estar contigo. Porque tu madre no quiere, porque no naciste para ser mía.

Está además el abismo de tu indiferencia. Ese desconocimiento propio de un corazón virgen, que aun no aprende a llorar por amor. Y a pesar de todo esto, yo sí te conozco, incluso creo conocerte desde antes que nacieras. Muchos dicen que así es el amor y la verdad es que vivo enamorado de ti desde la primera vez que te vi: “Aquella mañana de domingo pasaste por mi lado y no me viste. Pero ya te amaba.”

martes, 11 de septiembre de 2007

Vaya con Dios

(Aria textual sobre un escape furtivo y una maldición soterrada)

“¿Qué te pasa paloma?”*, increpó Felipe Recuenco -el genio de la insolencia- a su compañero Manuel Álvarez a raíz de una broma. El cuarto repleto de Caretas (y sus curvilíneas chicas de última página), dos botellas de Kola Real y una botella de ron de dudosa procedencia presenciaron la escena.

Una carcajada acompañó la genialidad verbal de Felipe y unos aplausos inmediatos premiaron su ocurrencia. Definitivamente los tres mil metros de altura de Huamantanga, un poblado localizado en la provincia de Canta, había terminado por anarquizar el orden neuronal del agudo literato en cierne.

Horas antes, recorriendo la temible trocha que bordeaba aquellos cerros de abismos de piedra y verde maleza, ya se sentía la dureza gramatical de aquel hombre de casi dos metros de estatura; constituyéndose como sus primeras víctimas un chofer contrariado y su camioneta.

Una intempestiva parada, solicitada de forma casi obscena por Felipe en el kilómetro 80 de la carretera a Canta, fue la causa del primer roce entre éste y sus acompañantes. Pues no contento con señalarle sus genitales al chofer para ilustrarle la apremiante necesidad que padecía, optó por lubricar los neumáticos del vehículo –sin previo consentimiento- con sus desechos líquidos.

Juan Hidalgo, el chico del corazón espinado; Sergio Sánchez, el anfitrión de las frases concisas; Manuel, el tímido muchacho de la espalda fotogénica (porque nunca se dejaba retratar de frente) y Cristian Pretel, el coprolálico condiscípulo de la grabadora en mano, acompañaron a Felipe en esta aventura de fin de semana.

Un sábado anterior, una desacostumbrada reunión–en medio de un ceviche, unas cervezas Cusqueña y una Inca Kola - propició aquel viaje. En aquélla ocasión Sergio aprobó sin objeciones la visita a la tierra de sus ancestros tan rápido como se apuntaron al mismo Felipe y Cristian.

Una semana después, ojerosos y mal alimentados, partían a tempranas horas hacia Huamantanga (debido a la alcohólica víspera que disfrutaron en la oficina del padre de Sergio). Un pequeño colchón colocado de asiento en la tolva descubierta de una camioneta y varias maletas sin orden alguno, los acompañaron en el trayecto.

Amanecía aquel frío sábado de octubre, y con el cielo plomizo de Lima sobre sus cabezas, éstos abandonaban la capital. Cien kilómetros de carretera asfaltada y un paisaje por momentos paradisíaco les permitía reír al ritmo de sus curvas y encantos; mas, en un sorpresivo desvío recién comprendieron la naturaleza hostil de aquella aventura y la dureza del camino que los esperaba.

Entonces surgieron las rocas y los baches, el típico aire capitalino se enrareció y densas nubes de polvo arrancadas al camino por el destartalado vehículo asomaron hostiles. En medio de esta agreste naturaleza se fueron silenciando las bromas del grupo, las sonrisas iniciales deformaron en muecas de impaciencia y el sueño perdido la noche anterior volvió inevitable a sus cuerpos. Por ello algunos optaron por dormir mientras los demás observaban en silencio aquellos milenarios cerros cubiertos de vegetación y las solitarias aves carroñeras que los acechaban desde el celeste cielo.

Unas horas después, Felipe se encargaría de anunciarles –mismo Rodrigo de Triana- del arribo al poblado. “¡Tierra!”, anunció apenas ingresaron a la vieja plaza de Huamantanga. Una vez detenido el coche, y recuperados del polvo y el cansancio, apuraron la limpieza de sus ropas y reconocieron la posada. Una acogedora casona propiedad de la abuela del anfitrión.

La casa era amplia: dos pisos conformados por cuatro cuartos de visita, una bodega, una sala y un comedor tenían el aspecto de cualquier hogar de la Gran Capital pero su peculiaridad residía en que contenía un balcón interior con una hermosa vista de los campos de cultivo del pueblo.

Sergio acomodó a sus amigos en un acogedor cuarto de dos ventanas y dos camas. Ésta lucía empolvada debido al abandono del tiempo y este hecho les resolvió el misterio de la sospechosa presencia de una aspiradora en la camioneta cuando partieron de Lima.

“Chicos, es hora de limpiar la casa. Cada uno limpiará un cuarto, alimentará una vaca y recogerá los cerdos perdidos en el pueblo si desea descansar en este lugar”, les dijo el anfitrión –entre otras cosas- mientras éstos le escuchaban perplejos.

Resignados, reacondicionaron la casa y alimentaron a los animales de la granja familiar. Manuel, más astuto, había desaparecido mientras se cumplían estas órdenes pero volvió al rato cargando un caja de cartón. “Aquí tenemos lo suficiente para relajar nuestra vista”, les señaló con cierta picardía en la mirada.

Entonces Juan apresuró sus pasos y metió la mano en la caja. “ Son revistas Caretas de hace diez años”, anunció sonriente. Felipe y Cristian se acercaron y también revisaron el paquete; el relajo entonces se instaló en el grupo. Cuando los relojes marcaron las doce del día, y terminada la labor de limpieza, todos salieron para reconocer el terreno.

Eran cinco jóvenes los que llegaron minutos después a la plaza central del pueblo: una pampa carente de bancas y flores, solo adornada por un árbol añejo y un descuidado monumento a un héroe local, personaje que resultó ser un pariente lejano de Sergio (un sargento huamantanguino que luchó contra las tropas chilenas durante la ocupación de Lima).

El resto era tierra estéril, polvo que se levantaba a cada despreocupada pisada de sus visitantes. Mas en uno de sus costados se levantaba una hermosa iglesia. Inmensa mole de adobe y piedra de 400 años de antigüedad que en su interior albergaba una espectacular bóveda ilustrativa del mito, la tradición y el grado de religiosidad del pueblo.

Abandonando la plaza, se llegaba al campo de fútbol del lugar. Un inmenso terreno vestido con racimos de césped seco y unas tribunas naturales acondicionadas en el desnivel del mismo completaban su fisonomía. Era el reputado Monumental Los Supercampeones de Huamantanga.

Metros adelante, un charco de agua pantanosa le indujeron a Sergio la primera confesión del viaje: “Cuando era niño, aquí asesinaba renacuajos y ranas. Recogía piedras para reventar esos animales junto a mis amigos de escuela”, manifestaba el mismo con henchido orgullo.

“Osea que fuiste un asesino”, retrucó Manuel en seguida, visiblemente afectado por la confesión. “Fuiste un chibolo sin sentimientos”, sentenció finalmente en tanto Juan, Felipe y Cristian desaprobaban tal conducta asesina con un movimiento de cabeza.

Pasado el mal rato, decidieron regresar a la posada. Estaban hambrientos y cansados por la caminata y entraron a la casa con la esperanza de hallar en ella algún alimento para sus maltratados cuerpos. La abuela de Sergio les sirvió entonces unos vasos con chicha mientras llegaban los platos principales.

Una vez servidos los platillos centrales, Felipe -sumamente intrigado- preguntó: “¿No hay caviar? ¿Y el tocino?”. Interrogantes que ocasionaron la risa general en los presentes. “Cállate y come. Insolente”, espetó Sergio acompañando sus palabras con una mirada avasalladora.

“¡Qué rica la canchita! ¿Es de Huamantanga?”, preguntó Cristian no mucho después. “Todo es de esta tierra”, contestó el anfitrión. “¿Entonces también es de aquí el café Kirma que nos sirven –agregó el coprolálico- osea que si me gano una de las computadoras del sorteo que se anuncia en el envase debo recogerlo en este lugar?”

“No, so bestia –le respondió Sergio en tanto clavaba ferozmente su tenedor en un trozo de carne- eso lo recoges en la casa de Felipe, el castillo de Los Monster”. A lo cual Manuel empañó sus gafas con hálitos de risa mientras Felipe digería dificultosamente y con gesto de ofendido su almuerzo y la afrenta declamada. Ajeno a la situación, un desencajado, sigiloso y presuroso Juan abandonaba la sala en busca del blanco trono del baño. La altura serrana empezaba así a pasarles la factura del viaje a los muchachos.

Entrada la noche, y después de largas horas de tedio y de lectura furtiva, avanzaron hacia la plaza principal del pueblo para disfrutar del licor llevado desde Lima. Allí continuaron las inocentes y antojadizas bromas de Cristian, los eructos irrefrenables de Manuel, el flemático comportamiento del anfitrión, los lujuriosos análisis de Juan (sobre temas femeninos) y las elucubraciones fantásticas de Felipe (como su anuncio del inminente arribo de ovnis, en una noche de luna llena, a Huamantanga).

Cerca de la medianoche y ya cansados del diálogo, el licor y la baja temperatura del lugar (tanto que el reloj-termómetro de Cristian había colapsado ante tal gelidez), decidieron volver al hogar prestado en medio de alcohólicos cánticos, solo interrumpidos por lejanos ladridos. Una vez instalados en la posada, surgió un problema imprevisto: Felipe no alcanzaba en la cama que le tocó por sorteo.

Algo adormecidos, intentaron embalsamar a su compañero con algunas colchas para protegerlo del frío pero éste se opuso. Entonces solo les quedó juntar dos camas para permitirle un decoroso descanso; solución que un apesadumbrado Manuel tuvo que acatar a regañadientes porque lo confinaba de este modo a cobijarse en el acogedor suelo.

Resuelto el obstáculo y ya colocados en los colchones, Felipe se entercó en mantenerlos despiertos con sus historias fantásticas de amores platónicos. Ayudados por estos soporíferos relatos fueron cayendo de uno en uno en las garras de Orfeo y entonces al descorazonado narrador de cuentos solo le quedó descansar.

Al amanecer, bajaron al comedor prestos a desayunar cuando un señor obeso, de crecida barba y sombrero negro, les saludó respetuosamente mientras cogía un asiento vacío de la mesa. Era el sacerdote del pueblo recién llegado de la capital para la misa central del día y que por azar del destino se hospedó en la misma posada que ellos.

“Buenos días muchachos, los invito a la misa”, les dijo en acento castizo. “Acérquense a la iglesia después de su desayuno pues el hombre también requiere de Dios para alimentar su espíritu”, concluyó el mismo. Ellos aceptaron la invitación cortésmente pero una ligereza de Felipe, acompañada de insolencia, irreverencia y espontaneidad inocente, cambió la suerte del grupo, sino hasta entonces prometedor.

“No se preocupe Padre –dijo al instante Felipe- iremos en unos momentos al hogar de nuestro Señor. Mientras, usted vaya con Dios”, finalizó al tiempo que con las manos incitaba al religioso a retirarse.

Aquellos instantes eternos -trágicos y desafortunados- resultaron embarazosos para todos los presentes. Hasta se temió una excomulgación masiva in situ pero la sangre no llegó al río. Mas, en los dos días restantes de estadía, una serie de hechos confirmaron la magnitud de la tragedia producida por el exabrupto de larguirucho compañero.

Aquella mañana salieron en busca de unas ruinas incaicas perdidas en los alrededores de Huamantanga pero tales restos arquitectónicos terminaron por encontrarlos a ellos; totalmente perdidos para entonces en las alturas de la zona. Horas después intentaron ubicar el camino de regreso, sin embargo un estrecho sendero los condujo por una ruta hasta el momento desconocida por humano alguno.

Aquel camino inexplorado, rodeado de inmensas rocas (que parecían a punto de caer sobre ellos), abismos de piedra, cactus venenosos y el viento aullador de la quebrada, los envolvió en su maraña y sumada a esta desventura el alejamiento insensato y cruel del compañero-guía Sergio, quedaron atrapados entre la maleza, la desesperación y el vuelo rasante de temibles cóndores.

Gritaron hacia todo lugar; Manuel lloraba desconsolado mientras Juan lo sujetaba (al final tuvieron que abofetearlo pues el pánico lo había dominado por completo), Cristian pedía que le tomaran una última foto rogando al cielo que no lo desampare y el culpable de tal destino, Felipe, luchaba -mismo Rambo en Vietnam - contra cinco cactus clavados en sus pantorrillas.

Resignados, bebieron el agua de un riachuelo próximo. Aguas que, a pesar de su frialdad, reanimaron al grupo y que además encendieron algunas luces en la mente de Felipe. “¿Y por qué no intentamos bajar? –dijo éste con una sonrisa en los labios- no creen que si avanzamos hacia abajo estaríamos regresando de una vez a Lima?”, concluía feliz el talentoso compañero.

A esas alturas, la sinrazón dominaba las acciones del grupo; por tal motivo la idea les pareció genial a todos y reconfortados por la sapiencia momentánea de Felipe empezaron la caminata de regreso a Lima. Sin embargo debieron batallar duro contra la naturaleza pues a pesar de seguir la senda del río, el trayecto fue complicado. Todos avanzando a ritmo lento aunque el último de ellos, Felipe, lucía rezagado debido al espinoso cactus que arrastraba –incrustado en la pierna- desde el último descanso grupal y que no pudo extirpar hasta su arribo posterior a Lima.

Así, luego de cuatro agotadoras horas de recorrido, llegaron a una represa abandonada; construcción imponente y sin rastros de vida en donde descansaron por breves momentos cuando sorpresivamente reapareció Sergio unos metros adelante llamándolos con los brazos en alto.

“Vengan chicos, acabo de encontrar algo interesante”, gritaba conmocionado y al borde de las lágrimas. Intrigados, y olvidando el reciente desplante de éste, abandonaron el descanso y fueron a su encuentro. Al llegar al lugar observaron una entrada, un acceso de lo que parecía ser una mina abandonada.

“Entren y mírenlo”, concluyó Sergio en el momento que la tristeza y el pesar lo vencían y unas lágrimas de hombre rodaban por sus mejillas. Juan, Manuel y Felipe se asomaron entonces por la boca del agujero y soltaron un quejido lastimero, gemido que se fue intensificando hasta convertirse en llanto incontrolable.

Cristian, detrás de todos e intrigado, se acercó a inspeccionar mas no hubo dado dos pasos y ya era presa de la congoja. En el interior de la gruta yacía abandonado un esqueleto humano junto a retazos de una camiseta Billabong y unos botines Caterpillar; osamenta que además sostenía entre sus falanges una revista La Teta del Sapo.

Se trataba -sin duda- de los restos de Andrés Ruiz, un desaparecido compañero de universidad, quien solo pudo ser reconocido por el folleto mencionado (publicación en la cual era director, editor, redactor y canillita). Periodista novel del que además ya se preparaba un especial en la famosa serie de televisión Misterios sin resolver.

Pasada la angustia inicial y ya resignados a tan insospechado como trágico destino, recogieron los restos óseos y los papeles amarillentos y regresaron entristecidos al pueblo. A su arribo al mismo, el cura conversaba tranquilamente con el padre de Sergio en el frontis de la posada mas al divisarlos huyó despavorido hacia la iglesia (lugar del que no salió hasta que todos partieron rumbo a la capital), mientras que ellos ingresaron raudos al alojamiento para no salir en el resto del día.

Al día siguiente, y ante la petición desconsolada de Juan, decidieron acabar con la mala fortuna y regresar inmediatamente a Lima. Apenas instantes después, feroces redobles de campana –acompañados de un griterío general- conmovieron Huamantanga. No comprendieron aun la magnitud de esta celebración hasta que al paso de la camioneta por los linderos del pueblo, cinco potentes bombardas remecieron el cielo del lugar y una melodía festiva proveniente de una banda de música acompañaba la partida definitiva del grupo.

Minutos después en la carretera, el padre de Sergio confirmaría las sospechas del clan. “El cura me ha ofrecido unas sesiones gratuitas de exorcismo para tu amigo Felipe -señalaba el mismo a nuestro compañero Sergio- y con carácter de urgencia porque tiene el demonio adentro”. Enterados del hecho, el asombro general fue inmediato y muchos recordaron aterrados la melodía del filme La Profecía; mientras Felipe, por su parte y luego de analizar profundamente la situación, pronunciaba su sentencia final: “Ese cura es un palomón”.

* Paloma: variación gramatical del término palomilla (avispado, astuto, inteligente)